Antonio me recordaba a Cyrano de Bergerac , no sólo por una nariz prominente sobre el estrecho bigote, típica imagen del personaje que nos ha aportado el cine y el teatro, sino porque era un hombre que ganaba la admiración de los demás por sus palabras, esas palabras que emanaban de un gran corazón de poeta.
Antonio no esgrimía una espada, pero si un agudo ingenio y una sorprendente simpatía, mas sorprendente aún si tenemos en cuenta que el oficio de Antonio era conductor de autobuses de línea.
Durante años pude compartir la ruta de las seis y media de la mañana hasta el centro de Madrid. Allí tenía que esperar otro autobús para llegar a mi destino, mi muy lejana facultad. Una larga y penosa odisea diaria que hubiese sido aún peor de no haber sido por él.
Antonio era más que un conductor. Creo que él mismo era consciente de ello. Era un gran anfitrión. No hablo sólo de la heroicidad de atravesar los múltiples cuellos de botella y atascos infernales desde una ciudad dormitorio hasta el centro de Madrid a esas horas inclementes, ni sortear calles que jamás fueron concebidas para el paso de un autobús. No pienso tan sólo en la responsabilidad de llevar un autobús atestado, donde sentarse es privilegio reservado a unos pocos y acomodar los huecos para no dejar a nadie abandonado a su suerte, tirado en la paradas. Todas estas labores ya me parecen dignas de admiración . Lo que admiro realmente es que Antonio hacía de todas estas tareas un arte. El arte de conducir un autobús.
Antonio era paciente, muy paciente. Siempre tenía una frase preparada, aderezada con la mejor de sus sonrisas, para cualquier situación. He visto detener enfados con esa sonrisa que habrían aterrorizado a un samurai. En un ambiente dónde la claustrofobia provocaba nervios y los nervios se traducían en ira, Antonio siempre era capaz de sacar lo mejor de sus viajeros, como él los llamaba. Si era menester cantar, Antonio cantaba, si había que recitar, Antonio declamaba como nadie. Nadie como él para comentar el programa de televisión más visto la noche anterior o proclamar su parecer sobre las noticias en voz alta que iba escuchando en una vieja radio de la guantera.
Nada de falsa simpatía, ni chistes o comentarios pícaros a las señoras para provocar las risas fáciles. Antonio era, repito, un artista.
- ¡ Ay Antonio , pero que cosas tan bonitas dice usted!- Decía una señora de los primeros asientos.
- yo no, señora, ¡ Ya me gustaría! , es Don Federico García Lorca- Apuntaba, con ese respeto, siempre reverente, hacia a los grandes poetas.
- ¡ Siga, siga… que es muy bonito!- decían unos asientos más atrás.
Claro que en ocasiones había algún patán que trataba de ridiculizarle, que confundía la simpatía y la generosidad de Antonio con un exceso de protagonismo digno de burla y se sentían con el derecho de hacer algún comentario “gracioso” o despectivo. Pero él jamás perdía su compostura y dejaba que fuesen sus viajeros, con un silencio reprobatorio, quienes callasen al burdo imitador para levantar, a continuación, unas risas aún mayores que las últimas con un nuevo e ingenioso comentario.
A estas alturas sobra decir que los primeros asientos eran de los más cotizados. Había quién sacrificaba un asiento trasero por un puesto de pasillo para estar cerca de la escena. No era raro ver a las señoras de las primeras filas comentar entre ellas sus cuestiones familiares, sus noticias de vecindario, las luchas con los hijos, siempre atentas al comentario sabio y acertado de Antonio. Yo siempre reparaba, con sonrisilla socarrona, en el cartel de la compañía, hábilmente disimulado, que rezaba, en grandes letras “Prohibido hablar con el conductor”.
En una ocasión, en mi misma parada, una anciana trataba de subir al autobús. Aquellos autobuses no estaban pensados para los ancianos. Me atrevería a decir que no estaban pensados para los seres humanos. La pobre mujer no era capaz de coronar el primer escalón, no tenía la suficiente fuerza en las piernas. La insensibilidad del resto del pasaje y de los que esperaban para subir, sumado a la mala leche del madrugón y del frío, empezaba a manifestarse:
- ¡ Señora, si no puede usted montar coja un taxi , Por Dios!- Dijo alguien.
Aunque algunas personas intentaban ayudarla, la buena mujer era incapaz de subir y estaba a punto de desistir. Antonio se levantó de su asiento, dirigiéndose a la gente, serio y reprobador, pero con mucha calma, dijo:
- Esta Señora es mi madre… bueno, no lo es… pero se parece mucho y no me voy sin ella.
Salió por la puerta del conductor, cogió a la mujer literalmente en brazos, algo que a nadie se le había ocurrido :
- ¡ Con permiso, señora!- dijo y subió con ella en volandas, cuál príncipe de cuento, escalando aquellos inaccesibles escalones, entre el aplauso y cierta vergüenza del pasaje.
Antonio era un héroe cotidiano.
Aquella enfermedad sobrevino de pronto, traidora y vertiginosa. Aquella enfermedad le entristeció. Él siempre hablaba con ilusión de las cosas que podría hacer cuando llegase la jubilación, tan próxima. Leer, que tanto le gustaba, escribir poesía y escuchar aquellos tesoros de la copla y el cante hondo de los que era adicto admirador. Pero sobre todo, vivir, que era su gran pasión y compartir largas conversaciones con aquellos que amaba, con sus muchos amigos.
Ya no le quedaba tiempo y él lo sabía. Cuando ya no podía conducir, le encontrábamos muchas mañanas en la parada del autobús, hablando con sus compañeros, departiendo con los viajeros, con esa simpatía y cordialidad que tanto admirábamos. Siempre decía que echaba de menos su trabajo y a la gente, que estando allí lo mitigaba un poco. A veces viajaba en la que había sido su línea, hablando con todos y si alguién manifestaba extrañeza siempre decía:
- Por no andar por casa, dándole vueltas a la cabeza.
Jaca negra, luna grande,
Antonio fue un buen hombre, de los que dejan un grato recuerdo, imborrable, digno de imitar.
Antonio fue un triunfador.
Aquí está, con cariño, mi pequeño homenaje.
Todo labor que anima la humanidad tiene dignidad e importancia y se debe hacer con una excelencia meticulosa….
… Si un hombre es llamado a ser barrendero, debería hacerlo como Miguel Angel pintaba, o como Beethoven tocaba música, o como Shakespeare escribía poesía. Debería barrer tan bien que todos los anfitriones de la tierra y del cielo se detengan para decir ' Aquí vivía un barrendero grande que hizo su trabajo bien'.