miércoles, 15 de abril de 2009

Héroes Cotidianos II


"...QUE HIZO SU TRABAJO BIEN".


Reír a menudo y mucho; ganar el respeto de gente inteligente y el cariño de los niños, conseguir el aprecio de críticos honestos y aguantar la traición de falsos amigos; apreciar la belleza; encontrar lo mejor en los demás; dejar el mundo un poco mejor, sea con un niño saludable, una huerta o una condición social redimida; saber que por lo menos una vida ha respirado mejor porque tú has vivido. Eso es tener éxito.
Ralph Waldo Emerson
Habrá dos fechas en tu tumba. Todos tus amigos las leerán, pero lo relevante será ese pequeño guión entre ellas.
Kevin Welch


Antonio me recordaba a Cyrano de Bergerac , no sólo por una nariz prominente sobre el estrecho bigote, típica imagen del personaje que nos ha aportado el cine y el teatro, sino porque era un hombre que ganaba la admiración de los demás por sus palabras, esas palabras que emanaban de un gran corazón de poeta.

Antonio no esgrimía una espada, pero si un agudo ingenio y una sorprendente simpatía, mas sorprendente aún si tenemos en cuenta que el oficio de Antonio era conductor de autobuses de línea.

Durante años pude compartir la ruta de las seis y media de la mañana hasta el centro de Madrid. Allí tenía que esperar otro autobús para llegar a mi destino, mi muy lejana facultad. Una larga y penosa odisea diaria que hubiese sido aún peor de no haber sido por él.

Antonio era más que un conductor. Creo que él mismo era consciente de ello. Era un gran anfitrión. No hablo sólo de la heroicidad de atravesar los múltiples cuellos de botella y atascos infernales desde una ciudad dormitorio hasta el centro de Madrid a esas horas inclementes, ni sortear calles que jamás fueron concebidas para el paso de un autobús. No pienso tan sólo en la responsabilidad de llevar un autobús atestado, donde sentarse es privilegio reservado a unos pocos y acomodar los huecos para no dejar a nadie abandonado a su suerte, tirado en la paradas. Todas estas labores ya me parecen dignas de admiración . Lo que admiro realmente es que Antonio hacía de todas estas tareas un arte. El arte de conducir un autobús.

Antonio era paciente, muy paciente. Siempre tenía una frase preparada, aderezada con la mejor de sus sonrisas, para cualquier situación. He visto detener enfados con esa sonrisa que habrían aterrorizado a un samurai. En un ambiente dónde la claustrofobia provocaba nervios y los nervios se traducían en ira, Antonio siempre era capaz de sacar lo mejor de sus viajeros, como él los llamaba. Si era menester cantar, Antonio cantaba, si había que recitar, Antonio declamaba como nadie. Nadie como él para comentar el programa de televisión más visto la noche anterior o proclamar su parecer sobre las noticias en voz alta que iba escuchando en una vieja radio de la guantera.

Nada de falsa simpatía, ni chistes o comentarios pícaros a las señoras para provocar las risas fáciles. Antonio era, repito, un artista.

“Su luna de pergamino
Preciosa tocando viene
por un anfibio sendero
de cristales y laureles.
El silencio sin estrellas,
huyendo del sonsonete,
cae donde el mar bate y canta
su noche llena de peces.”



- ¡ Ay Antonio , pero que cosas tan bonitas dice usted!- Decía una señora de los primeros asientos.
- yo no, señora, ¡ Ya me gustaría! , es Don Federico García Lorca- Apuntaba, con ese respeto, siempre reverente, hacia a los grandes poetas.
- ¡ Siga, siga… que es muy bonito!- decían unos asientos más atrás.

Claro que en ocasiones había algún patán que trataba de ridiculizarle, que confundía la simpatía y la generosidad de Antonio con un exceso de protagonismo digno de burla y se sentían con el derecho de hacer algún comentario “gracioso” o despectivo. Pero él jamás perdía su compostura y dejaba que fuesen sus viajeros, con un silencio reprobatorio, quienes callasen al burdo imitador para levantar, a continuación, unas risas aún mayores que las últimas con un nuevo e ingenioso comentario.

A estas alturas sobra decir que los primeros asientos eran de los más cotizados. Había quién sacrificaba un asiento trasero por un puesto de pasillo para estar cerca de la escena. No era raro ver a las señoras de las primeras filas comentar entre ellas sus cuestiones familiares, sus noticias de vecindario, las luchas con los hijos, siempre atentas al comentario sabio y acertado de Antonio. Yo siempre reparaba, con sonrisilla socarrona, en el cartel de la compañía, hábilmente disimulado, que rezaba, en grandes letras “Prohibido hablar con el conductor”.

En una ocasión, en mi misma parada, una anciana trataba de subir al autobús. Aquellos autobuses no estaban pensados para los ancianos. Me atrevería a decir que no estaban pensados para los seres humanos. La pobre mujer no era capaz de coronar el primer escalón, no tenía la suficiente fuerza en las piernas. La insensibilidad del resto del pasaje y de los que esperaban para subir, sumado a la mala leche del madrugón y del frío, empezaba a manifestarse:

- ¡ Señora, si no puede usted montar coja un taxi , Por Dios!- Dijo alguien.

Aunque algunas personas intentaban ayudarla, la buena mujer era incapaz de subir y estaba a punto de desistir. Antonio se levantó de su asiento, dirigiéndose a la gente, serio y reprobador, pero con mucha calma, dijo:

- Esta Señora es mi madre… bueno, no lo es… pero se parece mucho y no me voy sin ella.

Salió por la puerta del conductor, cogió a la mujer literalmente en brazos, algo que a nadie se le había ocurrido :

- ¡ Con permiso, señora!- dijo y subió con ella en volandas, cuál príncipe de cuento, escalando aquellos inaccesibles escalones, entre el aplauso y cierta vergüenza del pasaje.

Antonio era un héroe cotidiano.

Aquella enfermedad sobrevino de pronto, traidora y vertiginosa. Aquella enfermedad le entristeció. Él siempre hablaba con ilusión de las cosas que podría hacer cuando llegase la jubilación, tan próxima. Leer, que tanto le gustaba, escribir poesía y escuchar aquellos tesoros de la copla y el cante hondo de los que era adicto admirador. Pero sobre todo, vivir, que era su gran pasión y compartir largas conversaciones con aquellos que amaba, con sus muchos amigos.

Ya no le quedaba tiempo y él lo sabía. Cuando ya no podía conducir, le encontrábamos muchas mañanas en la parada del autobús, hablando con sus compañeros, departiendo con los viajeros, con esa simpatía y cordialidad que tanto admirábamos. Siempre decía que echaba de menos su trabajo y a la gente, que estando allí lo mitigaba un poco. A veces viajaba en la que había sido su línea, hablando con todos y si alguién manifestaba extrañeza siempre decía:

- Por no andar por casa, dándole vueltas a la cabeza.

Córdoba.
Lejana y sola.

Jaca negra, luna grande,
y aceitunas en mi alforja.
Aunque sepa los caminos
yo nunca llegaré a Córdoba...


Antonio fue un buen hombre, de los que dejan un grato recuerdo, imborrable, digno de imitar.

Antonio fue un triunfador.

Aquí está, con cariño, mi pequeño homenaje.


Todo labor que anima la humanidad tiene dignidad e importancia y se debe hacer con una excelencia meticulosa….

… Si un hombre es llamado a ser barrendero, debería hacerlo como Miguel Angel pintaba, o como Beethoven tocaba música, o como Shakespeare escribía poesía. Debería barrer tan bien que todos los anfitriones de la tierra y del cielo se detengan para decir ' Aquí vivía un barrendero grande que hizo su trabajo bien'.

Martin Luther King Jr.

sábado, 11 de abril de 2009

Héroes cotidianos I

ABUELITA DORA Y EL PEQUEÑO


Ha sido esta emotiva canción. Es la que ha traído a mi memoria este episodio que voy a compartiros.

Fue una fría y ventosa mañana de Abril, hace escasos años. Llevaba a mi hijo pequeño al colegio, una tradición familiar siempre que estoy en casa por las mañanas. No recuerdo la trascendente conversación que manteníamos, pero podría asegurar que era acerca de música o televisión, sus dos grandes pasiones. Interrumpiéndose de pronto me dijo:

- Papá, un compañero mío necesita tu ayuda.

Fue tan repentino que pensé que en aquel mismo momento alguno de sus compañeros estaba en peligro. El se rió al verme mirar preocupado hacia la entrada del colegio en busca de la supuesta amenaza.

- ¡Es que va muy mal en clase! – prosiguió, tirando de mi mano para que le prestara atención - lee muy mal, no se entera de nada y Marta siempre se enfada con él porque se porta mal. Se pasa el día castigado porque es muy bruto con los niños, no hace nada, ni hace caso a Marta, entonces le grita, él llora y le castiga.

Traté de poner orden en el aluvión de información que me llegaba. Las conversaciones con los niños son así; una alta concentración de información, comprimida en una sola frase, dicha casi sin respirar. Me extrañó el relato de mi hijo. Había hablado muchas veces con Marta, su profesora y siempre me pareció un ángel bajado del cielo para cumplir una misión docente.

Llegábamos ya a la puerta del colegio y trate de explicarle a mi hijo, con mis mejores y más tiernas palabras, que no debía de preocuparse, que Marta sabría que hacer y que yo no debía inmiscuirme en un asunto que debían abordar los padres de su compañero.

Le di el beso que marcaba el fin de la conversación y la despedida, pero el insistía:

- Es que no vive con sus padres, vive con su abuela.
- Bueno… entonces se ocupará su abuela – dije, con escasa convicción y casi con impaciencia.- ¡Vas a llegar tarde!- añadí.

Días después, mientras "trabajaba" en el ordenador, se acercó casi sin hacer ruido.

- Papá… Tu siempre dices que cuando podamos tenemos que ayudar a los demás, ¿ No?

Sus palabras me hicieron perder por completo la concentración y el hilo de lo que estaba haciendo. Sonaba a una de esas típicas preguntas con trampa, así que me apresté a responder con precaución.

- Sí… claro. Siempre que podamos ser de ayuda lo debemos intentar, al menos.

Armado de una sonrisa entusiasta contestó:

- ¿ Entonces vas a ayudar a mi compañero Yacel?

Intenté decirle que no podía ayudarle, que era meterme en el terreno de sus padres…o de su abuela, que no los conocía, que no podía interferir el trabajo de su profesora. La mirada de mi hijo parecía decir “excusas, excusas, excusas…”

Ni siquiera mi mujer entendía el repentino interés por su compañero, es más, según ella había tenido algún problema con ese niño en el recreo. Según me informa, entre el consejo de madres (Grupo de poder fáctico de carácter para-escolar que se forma a la salida del colegio que juzga y etiqueta a profesores, niños y sus respectivos progenitores) este niño tiene fama de “pegón” y todos los niños de su clase se quejan de algún conflicto con él.

Una tarde, llegando a casa, cuando aún no me había dado tiempo siquiera a dejar colgados los problemas laborales en el perchero de la entrada ni recibir el esperado beso de bienvenida, mi mujer me dijo:

- La abuela de Yacel me ha preguntado si podría hablar contigo.

Ante mi extrañeza, completó la información. Al parecer mi hijo pequeño, escuchó una conversación entre la abuela de su compañero y su profesora, en la que hablaban de la necesidad de un psicólogo para Yacel. Mi hijo, ni corto ni perezoso se dirigió a la abuelita Dora y le dijo que podría hablar con su padre, es decir yo, que era “un psicólogo de los que curan a niños”, según sus propias palabras.

Si esto hubiese sido una película de dibujos animados la escena siguiente sería mi hijo atado a un gran barril de pólvora marca ACME. Pero como era la cruda realidad y había sido la propia abuelita Dora quién había pedido una entrevista, gracias a la inestimable promoción de mi hijo, cogí el teléfono y concerté una cita.

La abuelita Dora me pareció una anciana venerable. Había cuidado de su nieto desde su nacimiento hasta ahora, a los siete años de edad. “belita Dora”, como la llama Yacel, escapó de su Cuba natal hace muchos años, sin ninguna pertenencia, huyendo del régimen y aferrada a su única hija. Sólo se tenían la una a la otra. Sin saber muy bien cómo, llegaron a España, tratando de empezar de nuevo. Su único trabajo, durante toda su vida, había sido en las fábricas de tabaco. Gracias a que era una excelente cocinera y a su simpatía sirviendo las mesas logró un trabajo de catorce horas diarias aquí, en España.

“Belita Dora” había luchado durante toda su vida. Había luchado para sobrevivir a la miseria , a la pérdida de su marido, a un largo viaje a ninguna parte. Había luchado para sacar adelante a su hija en tierra extraña, había luchado durante el inesperado embarazo de ella y ahora trataba de luchar para cuidar de su nieto. Llegó un momento en que el único sueldo de la familia era el de su hija. Ella trabajaba lejos de Madrid así que sólo podían estar juntas algún fin de semana. Me sentí culpable de no haber reparado nunca en ella. Ahora no podía evitar verla por las mañanas, llevando a su nieto de la mano, camino del colegio, cojeando a causa de su artrosis en las rodillas.

- Mire usted- me dijo- me dicen en el colegio que Yacel tiene mucho retraso, que no se pone al nivel de sus compañeros y que se porta muy mal. Me han dicho que le lleve a un psicólogo y a un logo…logopeda , pero es que yo no conozco ninguno y además…es que no puedo pagarlo.

Había unas lágrimas de amargura, esas lágrimas pesadas y negras que nos provoca la impotencia, surcando su rostro. El sueldo de su hija daba lo justo para mantenerlos a los tres, permitir una vivienda y pagar un colegio concertado que se suponía que tendría una “capaz ayuda psicopedagógica”. Dicha “ayuda” se limitaba a unas horas de apoyo a la semana que resultaban bastante improductivas.

Hablé con su profesora, que era también la de mi hijo. Resultó ser el ángel que yo pensaba, pero los ángeles a veces también pierden la paciencia y Yacel era un caso muy difícil. Educar a un niño es muy complejo, sobre todo para una anciana enferma y una madre ausente. Había que empezar muy desde el principio, hábitos, horarios, habilidades sociales, entrenar las tareas escolares más básicas…

La lucha titánica de “belita Dora”, los heroicos esfuerzos de su profesora y el trabajo de un pequeño equipo empezaron a dar sus frutos. Se nos añadió un ayudante inesperado, un pequeño aliado que se convirtió en la sombra de Yacel. Un amigo, el primero de muchos y muchas que se añadieron a la tarea. De verdad os digo que me arrepentí de imaginarle sujeto a un barril de pólvora.

Cuándo parecía que nos acercábamos a un final feliz llegó el curso siguiente. Yacel y mi propio hijo cambiaron de profesora. Así como Marta era un ángel, aquél año les tocó un demonio del abismo, adicta a la obediencia sin rechistar de los pequeños. Dejó muy claro que “no admitiría casos especiales” y que en su clase “mandaba sólo ella”. Sólo los más fuertes podían sobrevivir a aquel tormento que duraría tres años y ni Yacel ni su abuela tenían las fuerzas suficientes, como nos demostraron los primeros meses de tortura.

La madre de Yacel consiguió una vivienda para los tres en la ciudad en la que trabajaba y entre todos pudimos gestionar un cambio de centro. Tuve la oportunidad de hablar con el nuevo director y su nueva profesora para ponerles en antecedentes, cosa que agradecieron. Yacel estaba en buenas manos.

El día en que “belita Dora” vino a despedirse trajo un montón de “chuches” para mi hijo y una empanada enorme, acompañada de una cantidad brutal de latas de cervezas “para el doctor” – por mucho que lo intenté no conseguí que dejara de llamarme así-.

- ¡Muchas gracias!- Nos dijo, cogiéndonos las manos a mi mujer y a mí con dos grandes lágrimas en los ojos. A mi hijo le cogió por ambas mejillas y le dio un prolongado beso en la frente - ¡ Qué Dios les bendiga!-

Esta historia la utilizo a menudo como ilustración con mis propios alumnos. Creo que tiene dos enseñanzas preciosas. La primera es que dicen mucho más de nuestra “eficacia” como docentes los progresos de los alumnos más necesitados que los logros de los más avanzados.

La otra enseñanza es que ante la necesidad de los demás podemos comportarnos de tres maneras, ser un obstáculo, permanecer indiferentes o intentar ser de ayuda. Esto último es más fácil decirlo que hacerlo.


Hay aún una tercera enseñanza. Si tienes hijos, todo aquello que enseñes vas a tener que demostrarlo , de forma práctica , tarde o temprano. Dicho de otra manera, se consecuente con aquello que enseñas.

Pocos días después, mientras tomábamos un helado, mi pequeño héroe me miró a los ojos y me dijo:

- Papá… ¿ Sabes qué quiero ser de mayor?
- No – Respondí. Era una gran verdad, ya que cambiaba constantemente de opinión.
- Psicólogo- dijo él.

Podía habérmelo imaginado, pero me pilló por sorpresa. Intenté disimular las lágrimas que pugnaban por aparecer mientras pensaba algo así como: “ ¡Cabrito de niño…!”


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Dedicado con cariño y gratitud a todos mis pacientes lectores y lectoras en este blog. A “Belita Dora”, incluida la canción que tanto le gusta de su Bebo Valdez y Diego “El Cigala”. A todos los profesores y profesoras que se esfuerzan en ser héroes cotidianos.

Aunque la historia se basa en hechos reales, los nombres y algunos detalles son ficticios con el fin de proteger el debido anonimato.

Si te gusta, si no te gusta, si dudas , si te ha dejado indiferente...se cuál sea tu reacción, por favor, deja un comentario. Gracias.

Ulyses.

( LUCAS 10:25-37)